¿De verdad quieres estudiar odontología?
La trampa de la titulitis y el miedo a quedarse atrás
Cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que elegí mi carrera demasiado pronto. A los diecisiete años tenía que decidir “qué quería ser de mayor”, pero apenas sabía quién era yo. Hice el ciclo de Higiene Bucodental porque no tenía claro qué otra cosa estudiar. No fue una elección vocacional, sino una especie de refugio: algo sanitario, algo estable, algo que sonaba bien. Y así, sin demasiada convicción, empecé un camino que acabaría llevándome a replantearme todo.
Después vino Prótesis Dental, y aunque me resultó interesante, no terminó de atraparme. Lo hacía porque tocaba seguir estudiando, porque en España parece que parar es sinónimo de fracaso. Nos educan para seguir encadenando títulos, como si cada uno fuera una pequeña pieza del puzzle del éxito. Sin embargo, lo que nadie dice es que a veces ese puzzle no tiene forma, porque ni siquiera sabemos qué queremos construir.
Y así, muchos acabamos eligiendo por descarte: estudiar algo “parecido” porque la nota no nos alcanza para lo que realmente queríamos. O incluso vernos forzados a hacer Podología porque no llegamos a Odontología. Como si el sistema nos empujara a conformarnos, a aceptar cualquier camino con tal de no quedarnos fuera.
Al empezar a trabajar, todo cambió. Lo que en clase era teoría y aburrimiento, en la clínica se volvió ritmo, contacto humano, aprendizaje real. Empecé a disfrutar de lo que hacía. Me gustaba ver cómo los pacientes confiaban, cómo algo tan pequeño como una limpieza podía devolver una sonrisa más segura. Pero, sobre todo, me llamó la atención la ortodoncia. La observaba de cerca y pensaba: “Eso quiero hacer yo.” Era un trabajo preciso, meticuloso, sin prisas, con resultados que hablaban por sí mismos.
Y fue entonces cuando empezó la gran pregunta: ¿debería estudiar Odontología?
En aquel momento vivía en Barcelona y ganaba alrededor de 1.200 euros por 40 horas semanales. Con suerte, podía pagar el alquiler y llegar a fin de mes. Como muchos, pensaba que estudiar más era la única forma de vivir mejor. Que el título de odontólogo me abriría todas las puertas, me daría independencia económica y, por fin, el reconocimiento profesional que en España se nos niega tantas veces a los higienistas.
Pero ahora entiendo que, más que vocación, era miedo. Miedo a quedarme atrás, miedo a no tener futuro, miedo a ser “solo” higienista.
En España sufrimos una especie de epidemia silenciosa: la titulitis. Nos hacen creer que nuestra valía depende del papel que tengamos colgado en la pared. No importa si te apasiona tu trabajo o si haces bien lo que haces; lo que importa es cuántos títulos acumulas y cuántos másteres puedes añadir a tu firma. Y así, sin darnos cuenta, muchos estudiamos no por amor al conocimiento, sino por miedo a la precariedad.
Estudiar odontología en España se convierte entonces en un objetivo casi automático. No porque todos queramos ser dentistas, sino porque no queremos seguir ganando 1.200 euros por cuidar bocas que valen miles de euros. Es un pensamiento lógico, incluso comprensible, pero también es una trampa. Porque al final, lo que debería nacer de la vocación termina siendo una reacción al sistema.
Cuando llegué a Alemania, esa sensación empezó a desmoronarse. Aquí, por primera vez, sentí que mi trabajo como higienista era valorado. No solo por los pacientes, sino también por el equipo y por el propio sistema. El salario es digno, me permite vivir tranquilo, ahorrar, viajar, disfrutar del tiempo libre. Y, sobre todo, me da espacio mental para pensar con claridad.
Ya no estudio por necesidad. Estudio porque quiero entender, mejorar y crecer.
Y ahí es donde la pregunta vuelve con otro matiz: ¿realmente quiero estudiar odontología, o simplemente quería sentirme valorado?
Vivir en otro país me hizo darme cuenta de que muchas de nuestras decisiones académicas no son libres. Elegimos carreras empujados por el contexto: por la economía, por la familia, por las comparaciones, por ese constante “¿y tú qué haces ahora?” que nos persigue desde adolescentes. No se nos enseña a parar, a experimentar, a probar y equivocarnos. Se nos enseña a decidir rápido, a llenar el currículum y a competir.
Por eso, cuando pienso en la titulitis en España, no la veo solo como una obsesión por estudiar, sino como un síntoma colectivo de inseguridad. Nos da miedo no ser suficientes, miedo a no encajar, miedo a no poder vivir de nuestro trabajo. Pero estudiar sin propósito también puede ser una forma de huir: huir de la frustración, del vacío o de la falta de autoestima profesional.
Durante años, pensé que la estabilidad económica llegaría con otro título, pero ahora veo que la estabilidad real llega cuando uno aprende a conocerse. En Alemania, descubrí que podía tener una vida plena y equilibrada siendo higienista dental. Que mi valor no depende del título que me falta, sino de lo que aporto cada día a mis pacientes y a mi entorno.
Eso no significa que haya descartado por completo la idea de estudiar odontología. Aún me atrae la ortodoncia, me gusta el detalle técnico, el desafío intelectual. Pero ya no lo veo como una necesidad. No quiero estudiar para escapar de algo, sino para acercarme a algo que de verdad me motive.
Creo que esa es la gran diferencia entre estudiar por obligación y estudiar por deseo.
Quizás el problema no sea el sistema educativo en sí, sino la forma en que nos condiciona emocionalmente. Nos empuja a pensar que solo seremos felices cuando lleguemos “más arriba”, sin darnos cuenta de que muchas veces lo que buscamos ya está justo donde estamos.
Hoy, cuando alguien me pregunta si debería estudiar odontología, no doy una respuesta inmediata. Prefiero devolver la pregunta:
“¿Lo haces porque te apasiona o porque sientes que no tienes otra salida?”
Porque si algo he aprendido en estos años es que el éxito no está en acumular títulos, sino en encontrar sentido a lo que haces cada día.
No sé si algún día estudiaré odontología. Tal vez sí, tal vez no. Pero sé que cuando lo decida, será desde la calma, no desde el miedo.
Porque al final, no se trata de ser más, sino de estar en paz con lo que ya somos.