Mi recorrido hasta llegar a higienista en Alemania
Cuando miro atrás, todavía me cuesta creer todo lo que he vivido desde que dejé Barcelona. A veces pienso que fue una locura mudarme a otro país sin hablar el idioma, sin conocer a nadie y con más dudas que certezas. Pero al final, esa locura se convirtió en una de las mejores decisiones de mi vida.
Soy uno de tantos que decidimos marcharnos de Barcelona por la inestabilidad laboral, la explotación de horas y los sueldos bajos que no alcanzan para casi nada. Vivir así se volvía cada día más frustrante, y el panorama no se veía nada esperanzador.
Siempre me atrajo la idea de empezar desde cero en un lugar nuevo, donde no conociera a nadie ni hablara el idioma. La idea siempre estuvo ahí, aunque dar el paso me costó mucho.
Tenía un amigo que llevaba ya cinco años viviendo en Alemania. Me hablaba maravillas de Leipzig: que era una ciudad universitaria, con mucha naturaleza, tranquila y con buena calidad de vida. Siempre me repetía: “Te va a gustar, Edson, este sitio es para ti.” Cuando venía a Barcelona, intentaba convencerme, hasta que un día, cansado de mi indecisión, cogió mi teléfono y me compró el billete.
—“No pasa nada, te vienes a vivir conmigo unos días.”
Y así fue. Con los billetes comprados y un sitio donde quedarme, ya tenía medio pie en Alemania.
Un mes antes del viaje, ese mismo amigo me llamó para contarme que había estado ingresado unos días en el hospital. Me confesó que se había sentido muy solo y que, después de tantos años viviendo allí, había decidido volver a Barcelona.
(Wow, el año que viene haré yo cinco años aquí… quién lo diría).
En ese momento no sabía qué hacer. Por un instante pensé que mi plan se había desmoronado. Pero después de hablar con mi familia y mis amigos, todos me animaron a seguir adelante.
—¿Qué es lo peor que puede pasar? —me dijeron— Que no te vaya bien y tengas que volver a casa.
Y tenían razón. Así que al final me vine a Leipzig, solo.
Nunca había estado en esta ciudad. De hecho, la única vez que había pisado Alemania fue muchos años atrás, en Hamburgo, por un Mundial de fútbol.
Recuerdo que llegué con cuatro maletas: dos grandes y dos pequeñas con ruedas. En el tren venía en el último vagón, así que para salir tuve que caminar por todo el andén arrastrando dos maletas, volver a buscar las otras dos, y así sucesivamente. Una locura.
En ese mismo tren había una pareja que se estaba despidiendo; el chico, al verme luchar con el equipaje, se acercó y me ayudó a llevarlo hasta la estación. No pensé que los alemanes fueran tan simpáticos.
Era agosto, pero el cielo estaba completamente nublado. Mi amigo —o más bien la pareja de amigos que vivía en su piso— me esperaban en la estación y me llevaron hasta su casa, donde me quedé un par de meses.
Los primeros días fueron durísimos. Estaba muy triste, lloré mucho y quería regresarme. Apenas salía de casa porque no sabía hacer nada; me sentía como un fantasma: existía, pero no podía comunicarme.
Además, pensaba que aquí solo se hablaba alemán (nunca busqué información sobre Leipzig, me fié de todo lo que me había contado mi amigo). Con el tiempo descubrí que casi todos los jóvenes hablaban inglés, lo cual me salvó bastante.
Poco a poco empecé a salir más, a hacer vida. Me apunté a un curso de integración para aprender alemán y conseguí trabajo como repartidor en moto. Así empezó mi aventura.
Durante un año entero estudié alemán por las mañanas —de 8:30 a 11:30— y trabajaba por las tardes hasta las 21:30 (o algo así, ya ni lo recuerdo bien).
Mi objetivo era claro: aprender el idioma lo más rápido posible para poder entrar a la universidad o, al menos, trabajar como higienista.
El trabajo de repartidor me gustaba mucho porque era dinero fácil. Estaba cobrando unos 2.500 € netos al mes por tiempo completo, más las propinas, que podían llegar hasta 500 € mensuales. No estaba nada mal. Pero no era lo mío. El invierno era bastante duro, y yo no estaba preparado para un invierno de verdad. Los dedos de las manos los tenía morados del frío, y cuando llovía los de los pies se me congelaban. Tenía que llevar dos calcetines, e incluso llegué a ponerme bolsas de plástico como si fueran calcetines para no mojarme los pies. Era una locura, pero también una experiencia que nunca voy a olvidar.
A pesar de lo duro, aquel trabajo como repartidor fue uno de los mejores que he tenido. Éramos un grupo de personas de muchos países, la mayoría latinos, así que el ambiente era alegre y hablábamos español todo el tiempo. Por un lado, eso me hacía sentir como en casa, pero por otro, era un error si quería aprender rápido el idioma. El alemán requiere tiempo, práctica y mucha paciencia.
Después de tantas caídas en la moto (sobre todo en invierno), decidí renunciar y centrarme en buscar trabajo como higienista, aunque como protésico también me vendría bien. Para entonces ya había conseguido el nivel B1 de alemán, aunque debo decir que eso solo es un papel: lo que realmente importa es poder comunicarte, aunque cometas errores. Yo estaba muy convencido de que con el B1 ya era suficiente…
No tenía ni idea de cómo estaba el mercado dental aquí, así que empecé a dejar currículums por todas partes, incluso a través de ETTs.
Hice un día de prueba en una clínica dental cerca de donde vivo. Me dijeron que volviera cuando hablara mejor el idioma y entendiera cómo funcionaba el sistema dental en Alemania. También hice dos días de prueba en un laboratorio dental, pero no me gustó; me di cuenta de que lo mío es el trato con la gente.
Finalmente, hice una entrevista en otra clínica. Les gustó mi perfil y me dieron una oportunidad.
Y así fue como empecé a trabajar como higienista en Leipzig.
Mirando atrás, me doy cuenta de todo lo que aprendí durante ese tiempo. Hubo momentos difíciles, de soledad y frustración, pero también de crecimiento, orgullo y muchas risas. A veces pienso que tendría que haberme venido antes.
Esta ciudad me ha enseñado que los comienzos nunca son fáciles, pero siempre valen la pena. Y esta historia, mi recorrido hasta llegar a ser higienista en Alemania, es solo el comienzo.
Quiero aprovechar para agradecerle a Riel, mi amigo, por haberme empujado a dar este paso. Si no fuera por él, probablemente aún seguiría dudando en Barcelona. Fue quien me animó, quien me compró el billete y quien, sin saberlo, cambió el rumbo de mi vida. Gracias, Riel, por creer en mí cuando ni yo mismo lo hacía.
